El adagio ya no tiene necesidad de subir al cielo para ver el amor de su vida. Es más, si le quiere compensar no ha de hacer más que exaltar el corazón donde reposa. Aquel amor que ilumina el juicio con un rayo de luz de su inteligencia divina. Por eso, en lo más íntimo de su realidad recibe, es y vive en su dependencia. Lo mismo que una flor callada y serena se deja tomar el centro más tierno para experimentar el amor. Al punto de abandonar la resistencia y vivir una delicada experiencia mística. Y allí mismo se dicen cosas muy bellas, jugando, a un mismo tiempo, por el orbe de la tierra. Como un artista feliz que aviva puntos de luz en el cristal de enfrente donde aparentemente hay opacidad. O bien, un ejemplo de juego sublime que impulsa a cooperar con la novedad. Entonces, deslumbrada la flor con la luz espléndida, ya no le domina la negrura del mundo. Es más, la luz sobrenatural riega y transforma la noche donde está sumergida. Por eso, sólo con mirar descubre que existe la verdad. Además, este conocimiento tan delicado está y consiste en su interior. Es decir, sus sentimientos, afectos, pensamientos. E igual que el adagio propone salir de un estado pasivo para pasar a la acción, el amor se le comunica como un amigo a otro amigo, in crescendo. He aquí, porqué contempla con frecuencia las admirables virtudes que en Él resplandecen. Así experimenta lo que dice el adagio;
“amar a quien, por amor, ha dado la vida”.
Colección Experiencias de Paz. Foto con historia número 119 escrita por Carmen Rafecas. Imagen publicada libre de derechos de autor vía pixabay.