La hora se convirtió por entonces en una palabra misteriosa que yo no sabía interpretar del todo. Entendía que habías venido al mundo con un cometido, aunque muy poco a poco me fui dando cuenta de la señal. Pero, ¿cuál era la hora? Con todo, si tú ya habías tomado la iniciativa de buscarme, ahora era necesario que yo te permitiera actuar. De modo que se inició en mi vida una nueva etapa en todos los sentidos. Todo cambió. Aunque continué haciendo lo mismo de siempre, hasta el momento. Por esa razón mi vida no varió demasiado. No dije nada. Preferí callar para no romper el cristal de la hora. En consecuencia, el silencio dejaba oír las palpitaciones de un corazón cercano a los que sufren. Ellos lo decían todo. Es más, a medida que aumentaba mi sensibilidad, lo pequeño se hacía grande y lo grande pequeño. Al atardecer, sentada a tus pies, veía y te recibía en silencio. Por un momento creí que no existían ni el tiempo ni el espacio: el espacio que nos iba a separar, y el tiempo, que se interponía entre nosotros. Hoy podría escribir suficientes páginas sobre el poder del amor, por encima de todas las cosas, y la verdadera alegría de un corazón sencillo. Sin embargo, la mayoría de ellas son conocidas por sus propios hechos y obra. Por lo tanto, debía respetar tus nuevos planes. O bien, dicho en otras palabras: intuía que la hora se estaba aproximando y que tenías que tomar tus propias decisiones. Esto es, el momento, la hora;
una confirmación de lo nuevo que comenzaba.
Colección Experiencias de Paz. Foto con historia número 94 escrita por Carmen Rafecas. Imagen publicada libre de derechos de autor vía pixabay.