El Amor es uno, como si todo para Ella fuera un salmo. O dicho en otras palabras, su ventana exterior era la imagen de su otra ventana, la interior. De modo que sensible al paisaje, le gustaba dejar sus ojos libres, más allá del tiempo y de la eternidad. Así, con su pedacito de vida, se quedaba sentada junto a Él compartiendo el silencio. Entonces, ¿por qué le gustaba tanto el silencio? sino porque en Él podía habitar todo el océano. De tal forma que sentía toda esa agua en el alma y podía beber cuando quisiera. Por consiguiente, le bastaba con asomarse al exterior y cultivar el sabor de lo invisible. Tal vez porque el silencio era el único que no le pedía que le hablara, pese a que le respondiese de igual forma, que era al mismo tiempo un beso ardiente en el corazón. Por esa razón, también Ella lo hubiese besado. Sin embargo, ¿hace falta besar el agua cuanto Tú ya eres mar? Más bien, las palabras podían carecer de sentido por ser mucho más elocuente el silencio. En tal caso, declarar a continuación “te quiero” era mucho menos comprometido. Por tanto, silenciosamente cercano, permanecía oculto en la contemplación de la vida, mientras Ella le ofrecía su propia experiencia, como mujer y como madre. Es decir, en el ámbito de la reflexión y de la meditación, siempre estaban preparados para el encuentro. De suerte que sus corazones conectaron con lo infinito. Pues, si ya se sabe que El Amor es uno;
basta con mirar y enmudecer para que asome el milagro.
Colección Experiencias de Paz. Foto con historia número 87 escrita por Carmen Rafecas. Imagen publicada libre de derechos de autor vía pixabay.