En camino al desierto andaba errante, sin apegarse a los bienes que la tierra ofrecía. Era tan grande la distancia hasta Egipto, que el camino, escabroso y desconocido, tuvo que durar muchos días. Por lo que, cada uno considere cuánto sufrió tan tierna doncellita, no acostumbrada a semejante viaje. De manera que su corazón amante, fue como un espejo en donde se reflejaban los dolores de su fruto. Pues ¿acaso tenía consuelo con el amor en brazos y a la vista de sus sufrimientos? Ciertamente que no; porque el mismo efecto que padecía, era la causa de su dolor. Lo mismo que cuanto más se ama una cosa, más se siente perderla. Por tanto, para comprender cuánto fue su dolor, sería necesario comprender cuánto era el amor que le tenía. Pero ¿quién puede medir semejante amor? Si bien, inmenso es el amor, inmenso también tiene que ser el dolor de perderlo. Al fin y al cabo, quien nace ciego poco siente no ver la luz; pero quien pierde la vista durante algún tiempo, siente más la ceguedad. En consecuencia, tan grande era su apego que no tenía suelo permanente. O bien, en términos prácticos; injusto es verla herida en el corazón, y, en cambio, encontrarse uno ileso. En virtud de ello, el que desea sentir alivio en los sufrimientos de la vida, la contempla con frecuencia en camino al desierto. Así, abriendo el corazón a la confianza;
nace la verdadera lágrima, con absoluta gratitud.
Colección Experiencias de Paz. Foto con historia número 59 escrita por Carmen Rafecas. Imagen publicada libre de derechos de autor vía pixabay.