La hospitalidad acoge a los extranjeros en su casa, como si hospedara a ángeles sin saberlo. O bien, como obradora de grandes maravillas, trabaja a escondidas dentro de los corazones. Pues si se dieran cuenta de sus obras, se marchitaría su frescura y perdería su vitalidad. Es decir, se ocultaría la pureza de corazón, la pureza de intenciones y la fertilidad de buenas obras. Y sin embargo, no hay modo de enseñar si no se experimentan estas maravillas, que destruyen el corrompido mundo. De modo que este misterioso medio, revela un código de vida práctica, al alma de buena voluntad. Pero, ¿Qué hacer? ¿Qué conducta observar? A esta pregunta propuesta por muchos corazones, responde aquí la hospitalidad. El alma de buena voluntad ha de estar sin cesar ocupada en el recogimiento y la contemplación, para que crezca y florezca la vida. Por esta razón la hospitalidad se conserva siempre amable y atenta, y no teme si el viento le agita y le sacude. Porque comprende que necesariamente ha de ser acometida y contradicha, en su crédito o en la autoridad de los hombres. O en otros términos: para alcanzar la perfección, quiere estar expuesta a todos los vientos, sin apoyarse en los talentos naturales. Pues intuye que el amor de sí mismo y el de la hospitalidad, no se pueden de ningún modo conciliar. Por consiguiente, cuanto más se la procura seguir, más se descubre su profundidad, prudencia, y eficacia. En fin, la experiencia nos ha enseñado que hay personas de muy poca instrucción que ven, y sabios que no ven, que la hospitalidad;
protege con fortaleza el corazón.
Colección Experiencias de Paz. Foto con historia número 46 escrita por Carmen Rafecas. Imagen publicada libre de derechos de autor vía pixabay.