Hogar, ¡oh, dulce hogar! Toma mi vida interior a imitación de tu dulzura, para hacer tuyas mis disposiciones. O bien, recipiente mediador de dimensiones profundas, como fundamentos o consecuencias de verdad. Pues como propietario de todos mis haberes, derribas lo desagradable que hay en mí y alumbras lo bueno. Esto es, aclaras mi mente para que conozca lo malo de fondo, a efectos de reposar en tan placentero lugar. En realidad, tu llama de amor disipa la oscuridad de la noche, igual que tu recogimiento detiene las distracciones de la ilusión. De modo que para mí no quiero otro, sino el experimentar sin ver ni gustar. Sí bien, como es cierto que eres dueño de mis bienes, íntimos y superficiales, sin duda los proteges y los dulcificas en el transcurso de los días. De igual forma, tu paciente silencio es más aparente que real. En tal caso, me pregunto: ¿no es justo que se devuelva la renta al arrendador, por el mismo canal por donde se le ha transmitido? Esto es para mí, practicar la humildad por razón de mis imperfecciones, después de ofrecer alguna poca cosa, sin voto alguno. Antes bien, por condiciones previas y muy importantes, desnuda de mí misma y de mis modos de ver; me resguardo en ti, como medio seguro para salir de grandes penas. Hogar, ¡oh, dulce hogar! Que recoges el alma cautiva en la verdad y elevas el corazón anhelante, en el lugar en el que se vive y respira;
verdaderamente libre.
Colección Experiencias de Paz. Foto con historia número 45 escrita por Carmen Rafecas. Imagen publicada libre de derechos de autor vía pixabay.